DÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE LA TRINIDAD
Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Él entonces dijo:
No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se
arrepentirán. Mas
Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán
aunque alguno se levantare de los muertos.
Lucas 16:19-31. Parábola del rico y de
Lázaro.
Es por algunos conocida la historia de un hombre poderoso, caracterizado por influir en las
decisiones políticas y sociales hacia sus liberales posiciones. Él entrega
ingentes cantidades de dinero a políticos y asociaciones amigas. Su liberalidad
parece no tener límite. Este hombre rico vive lujosamente, sin preocuparse por lo que debe
comer o por lo que debe vestirse. Es un anciano que no precisa de Dios porque
no tiene falta de ningún bien material. Él puede comprar un parlamento entero.
Tiene poder para ello. ¿Acaso no emplea su riqueza de manera altruista? Él no
habla de pecado, sino de “libertad” ¿Para qué pensar en un Redentor si mis
bienes me ofrecen toda la seguridad y bienestar que preciso?
El
rico epulón que significa hombre que come y regala mucho era liberal al extremo. La Escritura nos enseña que daba banquetes
a sus convidados amigos a diario y no escatimaba en ropas lujosas. Comía abundantemente.
Sus necesidades materiales estaban totalmente cubiertas. No tenía necesidad ni
tiempo ni ganas de pensar en Dios. Se consideraba exitoso por haber obtenido
tal cantidad de riquezas. Consideraba su muerte un evento lejano.
Los
planes de los ricos epulones son vanos. Cuando mueren, todas sus riquezas
perecen con ellos.
Ahora
yo te cuestiono: ¿las riquezas te dan seguridad? ¿Tus bienes te hacen sentirte orgulloso de ti mismo?
Si
las respuestas a tales preguntas es sí, te confirmo que padeces la misma
enfermedad que el rico epulón: la soberbia.
La
riqueza no fue lo que condenó al rico a la muerte eterna, alejada de Dios, en
las llamas del infierno. Lo que condenó al rico fue la soberbia: el pensar que
por su condición social y económica no precisaba de un salvador; que en su vida
no había pecado ni necesidad de Gracia.
El
bello libro del génesis nos muestra como Dios bendijo a Abraham con oro, plata
y grandes rebaños. Abraham era un hombre rico. Sin embargo, sus bienes
materiales no gobernaban a Abraham. Él no ponía su amor en ellos; no se dejó
guiar por la soberbia de quien no necesita a Dios. Fíjate hasta qué punto tenía
en nada sus riquezas que estuvo dispuesto a inmolar a su hijo, lo que más
amaba, solo porque confiaba en la promesa de Dios. El patriarca incluso invitó
a unos desconocidos que se acercaron a su tienda, sin saber que era el propio
Ángel del Señor quien venía a visitarlo (Hebreos 13:2). El rico, en cambio, no
mostraba más que desprecio hacia un pobre mendigo que acudía a su mesa a
suplicar por unas sencillas migajas.
No
es la riqueza la que te condena, es tu soberbia.
A
Abraham se le prometió que su descendencia sería tan numerosa como las
estrellas del cielo y las arenas del desierto; de la descendencia de Abraham a través
de Isaac, de Jacob y de su hijo Judá, por medio del rey David, Dios haría
surgir una rama nueva que traerá la salvación al mundo (Isaías 11:1-16). Esa
rama que los profetas anunciaron se llama Jesucristo. Cristo clavó tu soberbia
en la Cruz. Cristo venció tu afán de riquezas en el madero. Cristo venció a la
muerte que tiene como consecuencia tu pecado. Cristo es la redención para tu
pecado de soberbia.
Ahora
quiero que dirijas tu mirada al joven Lázaro, cubierto de llagas, pobre,
hambriento. Dios no le di ni un ápice de bienestar material, a diferencia del rico.
¿Sabes lo que le dio Dios? Un nombre. Su nombre, Lázaro, estaba escrito en el
libro de la salvación. Aquel pobre, inmenso en la angustia de su vida, creía en
la promesa de Dios reflejada en Moisés y en los profetas. Él sabía que su
pobreza era una prueba pasajera; que lo que le esperaba era la tranquilidad de
ver directamente al Padre en el seno de Abraham. Dios lo había escogido. De
esta manera, y como la muerte derivada del pecado no hace distingos entre ricos
y pobres, cuando sus días en la tierra acabaron, fue llevado por los ángeles al
seno de Abraham. En ese momento recibió la recompensa por haber creído en la
promesa: la riqueza de la vida eterna.
Ya
sabes dónde tienes la promesa de salvación: en las Escrituras, Palabra viva de
Dios. Las Escrituras dan testimonio del Redentor. Escucha lo que le dijo
Abraham al desesperado rico cuando sufría el tormento en el Sheol. Él afirmó
que no necesitas la intercesión o admonición de un santo fallecido, solo tienes
que confiar en lo que dijeron los profetas, inspirados por el Santo Espíritu.
La Escritura contiene todo lo necesario para tu salvación.
Para
finalizar, deseo preguntarte: ¿Cómo quieres ser? ¿Cómo el joven Lázaro que
infectado de llagas y miserias depositaba su confianza en la promesa o como el
rico que, cómodo en su vida placentera, se sentía invulnerable al pecado y a la
muerte?
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