OCTAVO DOMINGO DESPUÉS DE LA TRINIDAD.

 

Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! 18 Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. 19 Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. 

Lucas 15: 11-32

 

En los días presentes es común el pensamiento de que para ser libre uno debe experimentar lo desconocido, soltarse las ataduras, libertarse de las normas familiares y de la iglesia. Hay que disfrutar de la vida y vivir el presente (carpe diem) sin importar el futuro. Seguro que has escuchado alguna vez recomendar por parte de algún hombre, padre o madre incluso, que se disfrute de la juventud y que se haga lo que se tenga por deseable en ese momento, sin impedimentos ni consejos. La libertad es para el mundo hacer o dejar de hacer, según su arbitrio, sin sujeto a más limite que no dañar a otro.

Idéntico razonamiento tuvo que pergeñar el hijo menor.  Él había sido siempre parte de una comunión que le proporcionaba paz y bienestar. Sin embargo, movido por su afán aventurero, solicitó a su padre la parte de la herencia que le correspondía y partió para tierras lejanas en busca de una falsa libertad. Él no valora el “ser” sino el “tener”. No valoriza el ser hijo, sino el tener bienes. Él quiere emplear la creación del Padre para su uso y beneficio lejos del creador. ¿No te es familiar la historia?¿ No has empleado los bienes de Dios en tu entero beneficio sin ni siquiera pensar durante un instante que ese bien lo tienes gracias a tu Dios?

¿Qué hace el padre? Le deja partir. Es el amor el que le mueve a dejarlo marchar, a pesar de que es consciente de que la decisión de su hijo es profundamente errada. El amor del padre no solo es material al repartir la parte de la herencia que le correspondía, sino que su caridad le deja libre para elegir el tipo de relación que deseamos tener con él. Eso mismo hace nuestro Dios: Él nos ama,  por lo que no nos impone que le amemos, sino que permite que nosotros lleguemos a Él, según su voluntad y a su tiempo.

Piensa en Adán. Él fue creado libre. Él eligió desobedecer a Dios y Dios lo permitió porque lo creó en libertad. El pago de ser creados en libertad es ser responsables y sufrir las consecuencias de nuestros actos.

El hijo menor actuó como Adán en el paraíso, desconociendo el valor seguro de su comunión con el Padre; él prefirió el tener al ser.

De cierto que tú has sido como este hijo menor en alguna ocasión. Piensa en las veces que has huido de la Iglesia porque la considerabas excesivamente rigurosa o tediosa. Acuérdate de cuando preferiste experimentar tu propia sensación de libertad a obedecer la santa y segura voluntad de Dios. ¿Cómo te sentiste después de un tiempo de ser tu propio dios? Veamos cómo se sintió el aventurero hijo tras abandonar la casa de su padre.

La Escritura nos enseña que tras vivir perdidamente y malgastar sus bienes en el lejano lugar que simboliza el pecado, tuvo que soportar trabajar de manera miserable apacentando cerdos. Recuerda que para los judíos el cerdo era un animal impuro, por lo que el aventurero se hubo de rebajar hasta el máximo para, ni siquiera, poder saciar su hambre. El que era totalmente libre, se ha convertido en un esclavo miserable.

Cuando abandonas a Dios para saciar tu sed de libertad, no solo no encuentras la tan ansiada agua que solo el Señor, fuente de vida, proporciona, sino que hallas esclavitud, dolor y muerte.

¿Acaso entregar tu trabajo a un explotador que no satisfacer ni siquiera tu hambre es verdadera libertad? ¿Eres de verdad libre viviendo con un sueldo miserable que no te permite formar una familia?¿Es libertad dedicar todo tu esfuerzo, animo y energía al trabajo de manera que vives para tu empleo? ¿Acaso es libre el que vive esclavizado por sus vicios: pornografía, juego, drogadicción o sexualidad, elegidos todos ellos “libremente”? Esa es la libertad que te ofrece el mundo, hermano. ¿De verdad la quieres?

El que no la quiso fue nuestro aventurero. Los golpes de la vida le hicieron comprender el privilegio que era formar parte de la casa de su padre. Así nuestro hombre, se levanta con el corazón contrito, arrepentido y esperanzado, acude a la casa del padre y le confiesa, tal y como nosotros confesamos nuestros pecados diariamente, que ha pecado contra el cielo y contra él, que no es digno de ser su hijo. Quiero que te fijes en esta sencilla pero poderosa confesión de culpa. No solo reconoce el daño causado a su padre, sino también se culpabiliza porque su pecado es contra Dios, contra el cielo. El abandono de un padre viola el quinto mandamiento de honrar a los progenitores. Por lo que se confiesa indigno de regresar. Tú eres indigno de estar en comunión de Dios. Constantemente pecas. Sin embargo, ahora sé que te estás arrepintiendo de tu condición. Sé que confiesas cada día al Padre que no eres digno de su amor y que has pecado contra Él de palabra, obra y omisión.

En el sufrimiento el hijo prodigo vio a Dios. En tu sufrimiento tú puedes ver a Dios. El sufrimiento te da oportunidad de arrepentirte y volver tu mirada al Salvador, Jesucristo, que es quien nos reconcilia con el Padre. Es la llamada teología de la Cruz. Jesús muere en la Cruz, cargando con tus pecados. El amor del Padre está vinculado al sufrimiento del Hijo. Él te ha perdonado por causa de la Cruz.

Así, el padre de nuestra historia, nada más ver aparecer a su hijo prodigo, echa a correr y lo abraza. Ya lo ha perdonado. Es pura Gracia. Nuestro misericordioso Dios te perdona siempre y en todo lugar, cuando reconoces que sin Él nada eres. Como dice San Pablo en Gálatas, el hombre es justificado por la Fe, no por obras de la ley. No te va a exigir obras imposibles. Cristo ya hizo lo imposible por ti. Solo desea que regreses a su casa. ¿Estás dispuesto a volver y no abandonar nunca de la casa del Padre? Dios te espera con los brazos abiertos.

 

 

 

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