DECIMOCUARTO DOMINGO DESPUÉS DE LA TRINIDAD
El poder de la oración que no cesa.
¿Y
acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se
tardará en responderles?
Lucas
18: 1-8.
No tengo tiempo para orar.
No tengo ánimo para orar. Se me ha olvidado orar hoy. Seguro que has pensado o
dicho en alguna ocasión alguna de estas afirmaciones. En esta vida de
preocupaciones, de ansiedad, de consumismo y de cortoplacismo, incluso los
cristianos, nos olvidamos en no pocas ocasiones de pedir a la fuente suprema de
justicia: Dios.
En el Evangelio de hoy
encontramos a una anciana que no cesaba de pedir justicia a un juez malvado e
iracundo. Ella quería resarcimiento frente a su adversario. Insistía e
insistía. Estaba angustiada por la injusticia y aun sabiendo el mal carácter de
su juzgador, sus ansias de justicia y su confianza en el juez pudieron frente a
sus miedos. Tenía certeza en lo que no dependía de ella, sino de una autoridad
superior. Es admirable la Fe inquebrantable de la anciana.
¿Qué haces tú cuando la
angustia te carcome? ¿Oras sin cesar a Dios? ¿Te cansas porque en el mismo día
no te escucha? ¿Confías en tus propios actos o en la Providencia de Dios?
Quiero que compares tu
dubitativa y frágil actitud respecto a la oración con la firme determinación de
la anciana. ¿Notas las diferencias? Yo creo que sí. Yo creo que solo te queda
arrepentirte de este pecado de incredulidad porque, hermano, Dios te escucha.
Ante la oración inquebrantable
de la anciana, ¿cómo reacciona el juez injusto? Él no temía al Señor ni respetaba a los hombres. No
experimentaba ninguna compasión por la viuda que recurrió a él y, sin embargo,
vencido por el hastío, acabó escuchándola.
Si
él, hombre malvado, escuchó a esta mujer que le importunaba con sus ruegos,
¿cómo no vamos a ser escuchados nosotros por Aquel que por pura bondad nos
invita a presentarle nuestras súplicas?
Fue
Cristo el que abrió el camino del Padre. Fue Él el que con su muerte y resurrección
en la Cruz rompió el velo que te impedía acceder con tus palabras a la pura
santidad de Dios. Cristo ha hecho que su Padre sea tu Padre. Te ha incrustado
en la familia de Dios que es la Iglesia. Te ha hecho íntimo de Dios. Te ha
elegido. Que esta intimidad te lleve a la práctica de la oración.
No
olvides lo que te dice el salmista:”Yo te invoco, oh Dios, porque tú me
respondes” (Sal 16,6).
Recuerda
que Dios te responde, a su modo y manera. Él inclina su oído hacia tu petición.
Él sabe mejor que tú qué es lo que necesitas. Él solo quiere que confíes en Él
como un Padre misericordioso. Él se alegra simplemente porque confías en Él.
Confía y ora.
Decía
Tomás de Aquino que “en la oración a Dios, la asiduidad o la insistencia en la
petición no es una actitud importuna, antes al contrario, es agradable a Dios”.
No tengas miedo en orar sin cesar. El Señor dice “Pedid y recibiréis, buscad y
encontraréis, llamad, y os abrirán” (Mt 7,7).
Tu
fe y tu oración están muy vinculadas. Señalaba San Agustín que “si desaparece
la fe, se extingue la oración”. Cada vez que oras estás afirmando y reafirmando
tu fe. Cada vez que oras, Dios, por
medio de su Santo Espíritu, te rodea, te reconforta, te cuida. Lo ves con los
ojos de la Fe, no con los ojos del cuerpo.
Dios
no necesita que se le hagan discursos; sabe, aunque no le pidamos nada, lo que
nos hace falta. Yo te digo que lo primero que te hace falta es un corazón
limpio. ¿No sería bueno que en tu primera oración de cada mañana pidieras a
Dios que creara en ti un corazón limpio, como dice nuestro Salmo 51? Un corazón
contrito es un sacrifico que va a agradar al Señor.
La
oración no consiste en fórmulas: engloba toda la vida. Cuando meditas en
la Escritura, cuando oras un Padre Nuestro o cuando simplemente agradeces que
puedas tomar el pan de cada día, estás orando.
Pide
sin miedo a tu Padre. Pide sabiendo que Cristo ha logrado lo impensable para
ti. Pide porque Dios te escucha.
Antes
de abandonar tu hogar cada mañana, pregúntate a ti mismo, ¿Oraste antes de
salir?
Comentarios
Publicar un comentario