PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO
La paz del fuego bautismal.
Mateo: 3:1-11.
Yo
a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí,
cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará
en Espíritu Santo y fuego
Al igual que el grandioso
sol siempre viene precedido por los cálidos rayos que anuncian la venida de un
nuevo día, Juan el Bautista surge como el último y más grande de los profetas
de Israel anunciando la dulce llegada del que había de venir: el Mesías prometido.
Hoy en nuestro primer
domingo de Adviento recordamos la figura del profeta que llamaba al
arrepentimiento, preparando las sendas del Hijo de Dios.
Juan el Bautista pertenecía
al linaje de Leví. Hijo del sacerdote Zacarías y de Elisabeth, fue un hijo
especial. En el vientre de su madre, saltó de alegría al reconocer a la santa
Virgen María, portadora de Nuestro Señor, en las montañas de Ein Karen, al
oeste de Jerusalén. Él, según el propio Cristo, era el más grande de los
hombres.
Juan, ya crecido, inspirado
por el Espíritu Santo, pasaba sus días en el desierto, entre el Jordán y
Jerusalén, vestido austeramente con una piel de camello en señal de luto por la
sociedad pecadora en la que habitaba. Los hijos de Israel habían desviado sus
caminos del Señor. Era hora de corregir las sendas del pueblo. Era hora de
llamar al arrepentimiento a sus habitantes.
“Soy cristiano, soy buena
persona, acudo a mi iglesia, cumplo mis mandamientos…no necesito
arrepentimiento, mis pecados son leves, pecadillos sin importancia, no los hago
con maldad”. Seguramente hayas pensado así en más de una ocasión. “Tenemos a
Abraham por padre” pensaban los saduceos y fariseos que se acercaban a Juan,
queriendo obtener una bendición que sin duda no merecían. ¿Acaso la mereces tú?
¿Acaso te crees mejor que esa generación de víboras que se sentía segura en la
comodidad que le proporcionaba el ser hijos de Abraham? Yo te digo que no. Yo
te digo hoy que necesitas arrepentimiento continuo y diario. Necesitas producir
dignos frutos de arrepentimiento. ¿No te das cuenta que la comodidad y el
conformismo fueron lo que convirtieron a los judíos en fariseos y saduceos que
miraban por encima del hombro a sus vecinos? Quiero que seas un cristiano
arrepentido día y noche; que en cada momento pidas a Dios perdón por tus
pecados. El arrepentimiento purifica el corazón,
ilumina los sentidos y prepara las facultades todas para recibir a Jesucristo. El
reino de Dios está entre nosotros. Juan lo preparó. Prepara tu corazón para
recibirlo y mantenerlo día tras día.
Realmente, Juan como hombre
no podía ofrecer un bautismo regenerador. Su bautismo era simplemente con agua
que solo lava el cuerpo. Juan bautizaba en la orilla del Jordán para que allí se abriese la puerta del reino
de los cielos, allí donde a los hijos de Israel se les dio facilidad de entrar
como a tierra prometida por medio de Josué. Juan con su bautismo estaba
preparando el bautismo definitivo: el de Espíritu y fuego que traería consigo
Cristo, Nuestro Redentor.
El bautismo que inaugura
Cristo te sumerge en su muerte y resurrección, te hace partícipe de su victoria
sobre el Mal, te llena el cuerpo y el alma de su Espíritu Santo. En tu bautismo
fuiste sumergido en la Gracia. Bautismo significa en griego inmersión, no
simplemente dación, sino inmersión plena del Espíritu. El bautismo te hace un
nuevo hombre, matando al viejo Adán, esclavo del pecado y de la ley. ¿Cómo es
posible que el agua haga tales milagros? Se preguntaba Lutero. Realmente el
agua por sí sola nada hace. Es la promesa que va asociada a ella la que por
medio de tu Fe te purifica como una ráfaga de fuego destruyendo todas tus
impurezas. El fuego, decía San Juan Crisóstomo, demuestra la vehemencia de la Gracia,
que no puede contrariarse y puede transformar incluso al pecador más perverso. Es
un bautismo de espíritu que abraza tu alma y la rodea como muro inexpugnable
frente a los malos deseos de tu carne.
Hace unos días, orando en el
Santo Sepulcro, sentí un calor intenso interior jamás experimentado con
anterioridad. Sé que era el Espíritu Santo que me invadía, impulsando mi cuerpo
y mi alma a una mayor comunión con Cristo. Me sentí seguro y feliz. Sé que el Espíritu
Santo jamás me abandona.
Quiero que sientas lo mismo.
Recuerda tu bautismo y siente el fuego purificador de tu nuevo nacimiento. Tu
esperanza no reside en tus obras o en tu linaje, sino que habita segura en tu
bautismo.
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