DOMINGO DE NAVIDAD

 Lucas 2: 6-20

Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. 17 Y al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño. Y todos los que oyeron, se maravillaron de lo que los pastores les decían

Era una noche fría y aparentemente oscura en Belén Efrata, en Judea, cuando la tierra se estremeció. La joven pareja María y José, provenientes de su residencia en el norte, en Nazaret de Galilea, se vieron forzados a refugiarse en una de las oscuras grutas que rodean la ciudad de David. Allí, en la oscuridad de la fría noche, María dio a luz un bebé hermoso que cambiaría el curso de la historia, que cambiaría tu vida. Un pesebre en la roca usado para abrevar a las bestias le sirvió de cuna al recién nacido. La luz nace entre las tinieblas.

En pecado te concibió tu madre, dice el Salmo 51. Desde que eres bebé en el vientre de tu madre una mancha indeleble de pecado y de oscuridad corroe tu alma. Tú que necesitas siempre lo mejor, que aspiras a lo más cómodo y grandioso, observa donde nació el Salvador del Mundo. Los hijos de los príncipes vienen al mundo en habitaciones resplandecientes de oro y quedan rodeados por los más notables del reino. El Rey del cielo quiere nacer en un establo frío y sin lumbre; para cubrirse no tiene más que unos pobres jirones de ropa; para descansar sus miembros sólo un miserable pesebre con un poco de paja.

Dios anunció durante cientos de años que el Mesías vendría. Dios alentaba las esperanzas de un pueblo que le daba la espalda. Dios nunca dejó de preocuparse por los que le temen. Dios nunca deja de inclinar su oído hacia tus súplicas. Dios te conoce. Dios te envió este milagro hace dos mil años en esta gruta de Belén.

Isaías profetizó que nacería de una virgen y lo llamó Emanuel, Dios con nosotros (Isa. 7:14.) Miqueas profetizó que nacería en Belén, en Judea (Miq. 5: 2.) Ezequiel profetizó que vendría del linaje y linaje de David. (Ezequiel 34:23-24). Daniel profetizó que todas las naciones y lenguas le servirían. (Dan. 7:14.) Zacarías profetizó que vendría en la pobreza, montado en un asno. (Zac. 9: 9.) Malaquías profetizó que debería enviar a Elías delante de él, (Mal. 7: 5; que era Juan el Bautista). Zacarías profetizó que sería vendido por treinta piezas de plata (Zacarías 11:12-13.) Y todo esto se hizo para que la promesa y el pacto de Dios, hecho a Abraham y a su posteridad acerca de la redención del mundo, pudiera ser plenamente creído.

Este Mesías no viene al mundo como Moisés, Josué, Saúl o David, sino como aquel que libraría al mundo de la amarga maldición de la ley, aquel que te libra de la esclavitud del pecado y de la muerte. Dios envió a su amado y único hijo, hecho de mujer y bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la servidumbre de la ley y hacerlos hijos de Dios (Gálatas 4:4). Si te preguntan qué es el supremo amor para ti, respóndele que el verdadero amor consiste no en que tú ames a Cristo, a ese bebé nacido hoy, sino en que Dios te amó primero enviando a su Hijo, a este bebé, a este mundo para que borrara tu pecado y te salvara de toda maldad.

Ante tal bello milagro nos hallamos que tembló la tierra. Cristo, el Hijo de Dios, siendo en forma de Dios, tomó la forma de siervo, haciéndose semejante al hombre, para sufrir y morir en la Cruz por ti. El mismo Dios rebajado y humilde en un pesebre por ti.

Ante tamaña humildad y servidumbre de nuestro Dios, ¿no te sientes insignificante? ¿Qué haces tú ante tanto amor?

Los pastores de la región, confiando en el mensaje del Ángel, posiblemente acudieron con algún sencillo regalo. ¿Qué puedes llevar tú? Acude portando en tus brazos un corazón contrito y humilde. He aquí el sacrificio que agrada al Señor. Él no necesita riquezas materiales, ya hemos visto que nació en una gruta. Él quiere que te acerques a Él con un corazón arrepentido, deseando unirte a Cristo como hierro se une al fuego en el yunque de la herrería. Así debes acudir al Hijo hoy, en su nacimiento, humilde ante Él, reconociendo tus fallas e implorando perdón. “Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame, y quedaré a salvo; dame tu gloria, y seré glorificado. Y mi alma bendecirá al Señor, y todo mi interior a su santo nombre”. Así lo enseñaba San Bernardo de Claraval en esta bella oración.

El Niño divino te mirará, sin duda, con sus ojitos dulces y graciosos en recompensa por tu regalo, y para demostrarte con cuánto gusto lo ha recibido.

Los pastores le visitaron y experimentaron una viva alegría; al volver iban cantando las alabanzas de Dios y anunciando a cuantos se encontraban lo que habían visto. ¿No sientes tú también ese gozo de saber que has contemplado la majestuosidad de Dios en carne de hombre? ¿No sientes felicidad al saber que ese niño vino a rescatarte del dolor, de la muerte y del pecado que te corroen? Seguro que sí.




No veas este Evangelio como una mera historia bonita que contar o creer, sino haz tuyo este nacimiento, haz que Cristo nazca cada día en ti, en tu corazón sencillo como ese pesebre de Belén. Cristo solo yace en espíritus regenerados y modestos. Estás unido al Señor para siempre porque Él se hizo hombre por ti. Nada te separará de Él. Él te ha salvado, recuerda este milagro de Navidad y proclama con gozo a las naciones todas: a ti sea la Gloria, Señor, y a vosotros, hombres, la paz que el bebé Dios ha traído al mundo.

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