DOMINGO DE QUINCUAGESIMA
Marcos 1: 35-44
Vino a él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si
quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la
mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio. Y así que él hubo hablado, al
instante la lepra se fue de aquél, y quedó limpio.
¿Has orado alguna vez exigiéndole a Dios por algún
deseo o necesidad? ¿Se te ha pasado alguna vez por la cabeza que Dios debe
escuchar tu ruego y hacerlo realidad como y cuando quieras? ¿Qué te mueve a la
oración, el orgullo o la humildad?
La lepra es una enfermedad terrible. Implica no
solo dolores físicos, sino extrema marginación social. Según la ley de Moisés,
los leprosos debían abandonar las ciudades y aldeas. Nadie podía hablar con
ellos o tocarlos. Llevaban una vida miserable, de dolor, rechazo, hambre y
suciedad.
El leproso del Evangelio de hoy sufría y mucho. Sin
embargo, su enfermedad le había convertido en una persona humilde, dispuesta a
humillarse con tal de sanarse. Él encontró el sentido de su dolor en la
humildad. Al ver aparecer a Jesús, del que probablemente había oído rumores de que
realizaba asombrosos milagros, resurgió en él la esperanza de una curación
milagrosa. Él estaba dispuesto a todo. Hincando la rodilla al suelo, muestra su
enfermedad y le ruega: Señor, sé que tú tienes el poder, sé que solo tú puedes
salvarme, si quieres, sé que me vas a limpiar. Lloroso, se humilla delante del
Hijo de Dios con la convicción de que solo Él puede sanar su destruido cuerpo,
solo Él puede devolverle la vida. El leproso había aprendido del dolor a ser
humilde, a manifestar abiertamente su enfermedad y a reconocer que nadie, salvo
Dios, podía hacer algo por él.
¿Eres tú consciente de que solo Cristo puede
curarte? La lepra que habita en ti es tu pecado. El pecado corrompe tu corazón
y tu forma de actuar. No es una mera entelequia intelectual. No. Al igual que
la lepra, el pecado tiene consecuencias, conlleva dolor, frustración, ansiedad,
miedos y rechazo. El sufrimiento que a veces sientes en tu vida por causa de
tus pecados tiene una razón de ser. ¿Cuál? Saberte incapaz de curarte a ti
mismo; volverte lo suficientemente humilde como para hincarte de rodillas ante
Cristo, confesarle a tu Salvador las yagas de tus faltas y arrepentirte del
pecado que, como lepra, devora tu corazón, alejándote de Dios. El verdadero
arrepentimiento consiste no en orar exigiendo con corazón orgulloso a Dios una
pronta curación, sino como el leproso, en pedirle a Cristo, con humildad y con Fe,
que cure tu lepra, que te perdone, que te haga más y más santo. Pídele que te
ayude a comprender su voluntad, que te ayude a aceptarla, que te consuele en
las noches de dolor, que te lleve al Padre. Cristo al igual que rompe la ley de
no tocar a un leproso y por pura Gracia lo salva, Él te sana por misericordia,
no por tus obras, ni por tu condición.
Así actuó el leproso y obtuvo la misericordia de Jesús. Él sabía que ninguna obra propia o ajena le salvaría, que solo encontraría la cura en la Gracia de Dios traída por su Hijo a la tierra. Él sabía que si Cristo quería, podía curarle.
Un corazón arrepentido hace que Cristo extienda
su mano hacia ti y te toque, diciendo: Quiero, tus pecados te son perdonados.
Cristo cada día en su Palabra y en los sacramentos extiende su mano hacia tu
corazón y lo toca, lo sana de la manera en que solo Él puede.
Solo tienes que dejarlo todo en sus manos, sin
exigencias, sino con confianza en la voluntad de Dios. Por pura Gracia Él te
dice: quiero, sé limpio.
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