10º DOMINGO DE COTIDIANO

 Marcos 10: 46-52

Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y en seguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino.

Tú eres ciego. Jesús es la luz.

En tu vida de cierto que te has sentido perdido en más de una ocasión; no veías el final de un suceso terrible; no entendías la causa de tanto tormento; eras incapaz de pensar u obrar en positivo y por mucho que te esforzaras diariamente siempre caías en la misma piedra. Quiero decirte, hermano, que tu carne te hace ciego. La ceguera que sufres no es material, sino espiritual, de amor. Es una ceguera tan grave que no se cura per se. Necesita un sanador.

Sabes en el fondo de tu corazón que debes reconocer que solamente si crees y te convences de la tiniebla que te oscurece tu corazón, puedes ser iluminado tal y como el ciego del Evangelio que estaba al borde del camino, suplicando por ver.

No es casual que el ciego estuviera junto al camino aquel día. Tú también estás al borde de ese camino día tras día. ¡Ese camino, gracias al cual el ciego pudo recuperar su vista, es Cristo, Nuestro Señor! Cristo es el camino, la Verdad y la Vida. Cristo que se ganó el perdón de tus pecados en la Cruz es el camino que te cura la ceguera. Ahora quiero decirte que tú también estás al borde de este camino de la salvación porque Dios quiere que todos puedan ser salvos, también tú.

Cristo está pasando ahora mismo, cada día, a tu lado, invoca su nombre desde lo más íntimo de tu corazón y con todas las energías de tu alma, grita: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mi”

De cierto, que al igual que padeció el ciego Bertomeo, algunos te regañarán para que ceses tu actitud. Te dirán que las creencias pertenecen a la esfera privada y que no es sano para tu vida, para tu carrera, para tus relaciones sociales, confesar públicamente con humildad que Jesús es tu Señor y Salvador y que lo necesitas para salir adelante. Piensa en nuestro ciego. ¿Qué hizo ante esto? ¿Acaso calló? Jamás. El gritó más fuerte: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Ciertamente, cuanto mayores son los agobios del mundo más debemos invocar a Jesús con nuestra oración.

Es la Fe la que nos salva. Es la Fe la que nos justifica. Nos hace justos delante de Dios. ¿La Fe en qué? Podrás preguntar. Hay hombres que tienen fe en los gobiernos, en las empresas, en la ciencia, en las ideologías. ¿Cuál es nuestra Fe, la única verdadera, capaz de curar tu ceguera? La Fe en que Cristo, Hijo de Dios, tiene el poder para sanar tu vista.

De entre toda la riqueza del mundo, el ciego le pidió sanación al Señor. Jesús sabe de antemano qué necesitamos pero Él nos exhorta a pedirlo, a ser humildes. La oración consiste en suplicar con corazón contrito lo que necesitamos: salvación, aunque el Señor ya lo sepa. Si algún día no entiendes la razón de la oración, recuerda que el fin de la oración es la humildad. Reconócete pecador, ciego, incapaz de salvarte, entrégate a Cristo, a la voluntad de Dios. He aquí que habrás orado decentemente. Dios te escuchará.

Decía Juan Calvino que la fe es como una mano vacía y abierta hacia Dios, sin nada que ofrecer y todo que recibir. Recibe, pues, la luz del Señor por medio de la Fe. No pidas oro ni riquezas, tal y como dice San Gregorio Magno, pide luz.

Así pues, hermanos, ya conoces ceguera, estás junto a la vera del camino, sabes que Cristo está pasando por tu lado para devolverte la vista. Pídele a tu Redentor que te entregue su luz, que sea tan fuerte tu Fe que penetre en tu mente, corazón y alma y así puedas seguir a Jesús con tus buenas obras en el camino que te va a llevar al reino de los cielos.

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