15º DOMINGO DE COTIDIANO
La muerte espiritual y la resurrección.
Lucas 7: 1-16.
Hay personas que odian o desprecian tanto a Dios y a su iglesia
que llaman la atención allá por donde van. Hombres que se mofan de tu Fe;
hombres apáticos que se muestran fríos, recelosos e indiferentes hacia la
bondad del Dios Trino; hombres, incluso, que te persiguen por causa de Cristo;
hombres, en definitiva, con corazones de piedra, muertos espiritualmente.
Seguro que te es familiar algún caso. Conozco la historia de un
varón sabio en la ley y en el rito, imperturbable, rígido, que persiguió con
sarna todo lo que oliese a cristiano durante una buena parte de su vida. Estaba
completamente muerto en vida. Era portado en el ataúd que era su cuerpo
corrupto por el odio de un lugar a otro.
En el Evangelio de hoy, vemos un rito funerario saliendo de las
puertas de la ciudad galilea de Naín. Una fila de hombres y mujeres humildes
con semblantes apagados custodiaba el ataúd del joven unigénito de una pobre
viuda que, desconsolada, no cesaba de llorar mientras clamaba al cielo
preguntándose porqué Dios le había arrebatado a su único vástago. Se había
quedado sola en este mundo.
Al igual que el joven fallecido, piensa en los hombres a los que
la muerte espiritual asociada a sus pecados les tiene paralizados, incapaces de
salir de la condena eterna que soportan su cuerpo y su alma. Ahora te digo,
hermano, que tú no eres diferente de ellos. Tú también has paseado en ese ataúd
llevado por el pecado. Recuerda que el precio del pecado es la muerte. Tú has
estado en ese estado y puedes volver a él en cualquier momento de tu vida,
cuando dando la espalda a Dios, le des la cara al Diablo.
¿Quién te ha devuelto a la vida? ¿Quién ha devuelto a la vida al
joven de Naín? Es aquí cuando aparece Jesús, seguido de sus fieles discípulos.
Nuestro Señor al ver el abatimiento de la viuda, tiene compasión de ella. “No
llores”, le dice, tranquilizándola, para, a continuación, acercarse al ataúd,
tocarlo con su santidad y ordenar al joven que se levantara. Y así aconteció.
El joven muerto desde hacía jornadas se yergue con un nuevo animo de vida y
acude a su madre. El pueblo congregado, admirado e incluso temeroso de Dios, no
puede sino glorificarlo afirmando que, efectivamente, Dios ha visitado a su
pueblo. Dios está frente a ellos, en carne y hueso, obrando milagros carnales
para que entiendan los espirituales.
Jesucristo quería que se entendiera lo espiritual por medio de lo
material, por ello no obraba milagros carnales por el milagro, sino para que lo
realizado fuere admirable por los testigos presenciales. De esta manera, y tal
y como veíamos el otro domingo en el episodio del paralítico y del perdón de
sus pecados, que el pueblo reconociera que si Él es capaz de realizar milagros
en lo más visible y accesible como es la carne, también tenía autoridad para
lograr milagros en lo invisible y complejo: el perdón de pecados y la
resurrección espiritual de los hombres muertos.
Decía el sabio africano, San Agustín, obispo de Hipona que es más importante resucitar a quien vivirá para siempre que
resucitar al que ha de volver a morir. Qué gran razón tenía. Nosotros, hoy
iglesia militante, sabemos que la vida que Cristo nos ofrece es eterna, libre
del castigo de la muerte.
El Señor te está llamando, Él ha tenido misericordia de ti y te
está diciendo que te levantes de la muerte del pecado. Él se acerca a ti. ¿Cómo? Mediante su Palabra
y sus sacramentos, bautismo y Santa Cena, puedes tocar y abrazar al propio
Cristo. Cristo toca el ataúd de tu cuerpo muerto mediante su Palabra viva y te
ordena que te levantes y que dejes atrás la muerte que conlleva el pecado.
Despierta. El Señor ha tenido misericordia de ti. No importan los pecados que
te hayan llevado al ataúd espiritual de la muerte. Él solo quiere salvarte.
La Iglesia, al igual que la madre del joven recién resucitado y el
resto de asistentes al velorio, se regocija de que alguien muerto haya sido
sanado por la Palabra de nuestro Señor. La Iglesia, la comunión de los santos
lavados por la sangre del Cordero, glorifica a Dios por cada pecador que se
vuelve a Cristo. Este milagro espiritual solo lo ven y aprecian los santos de
Dios, porque si para los que se pierden el Evangelio de la Cruz es locura, para
nosotros, cristianos, es potencia de Dios.
Por cierto, el varón muerto en vida, azote de cristianos y con corazón
de piedra del que hablábamos al principio, fue resucitado por Cristo cuando iba
camino de la ciudad de Damasco. Resucitó ese día y dedicó toda su vida a Jesús
hasta el punto de derramar su sangre por el Evangelio. Ese varón resucitado se
llamaba Pablo de Tarso.
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