TERCER DOMINGO DESPUÉS DE LA TRINIDAD.

TERCER DOMINGO DESPUÉS DE LA TRINIDAD.

El consuelo de Dios.

Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo. (Isaías 66:13)

 

¡Qué bellas y tranquilizadoras palabras las de Nuestro Señor en este versículo! Te alabamos y bendecimos, Señor, porque solo tú nos puedes consolar de todas las angustias que nos afligen en nuestro día a día.

Los capítulos 55 a 66 del libro de Isaías forman parte de lo que la doctrina denomina Tritoisaías, una composición de la escuela del gran profeta Isaías que vio la luz a inicios del siglo V durante la época persa. En este contexto los judíos ya habían retornado a Jerusalén del exilio babilónico. Habían comenzado la reconstrucción del Templo mas parecía que no se estaban cumpliendo las hermosas promesas de restauración, prosperidad y felicidad que Dios lanzó a través de los profetas años atrás.

Algunos varones astutos intentaban congraciarse con Dios con sacrificios mas torcían la justicia y violentaban al pobre. El Señor en su santo templo miraba con desprecio al altivo y con amor al humilde. El siervo sufría. ¿Acaso Dios no velaba por él? ¿Por qué permitía que en su santa ciudad hubiera corazones desgarrados? ¿por qué tanto sufrimiento?, ¿por qué sufrimos? ¿por qué los menesterosos siempre sufren el azote de los poderosos? ¿hasta cuando, Señor, ¿me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí? Dice el salmista en el Salmo 13.

En el principio Dios creó el cielo y la tierra, y todo lo que había en ellos, incluyendo el rey de la creación, el hombre, buenos. Poco menos que los ángeles, el hombre tenía el dominio sobre la creación entregado por Dios. No había espacio para el dolor, el pecado y la muerte en el jardín del Edén. Allí plantó Dios el árbol de la vida y los ríos fluían como señales de vida y prosperidad. El hombre oía la voz de Dios que se paseaba al fresco del día. Dios estaba en medio de ellos. No había necesidad de consuelo porque no había mal alguno por el que sufrir. Estaban con su Señor.

Mas el hombre comió el fruto de la desobediencia y la maldición de sus actos recayó en él: polvo eres y al polvo volverás. La maldición de la muerte recayó sobre él. Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron (Romanos 5:12)

El rey de la creación se apartó de Dios y se acercó al sufrimiento. La muerte lo dominaba. He aquí el origen de la explotación al pobre, de los problemas económicos y familiares, del odio, de las envidias, de las separaciones, del dolor y, finalmente, de la muerte.

Pero Dios que no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a su salvación no permite que el mal tenga la última palabra. Como padre que se compadece de sus hijos, así se compadece Jehová de los que le temen (Salmo 103:13). Dios es tu padre fiel, que llamó a su hijo, Israel de Egipto, con cuerdas de amor (Oseas 11) para rescatarlo de la servidumbre. Él es tu Padre que está en los cielos y que siempre da cosas buenas a los que le pidan. Tienes el espíritu de adopción por el cual clamas: ¡Abba, Padre! El Señor no permite que el Maligno triunfe sobre sus hijos. Ya lo advirtió desde temprano: Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar (Génesis 3:15)

Entonces ocurrió el milagro.

Un niño nos ha nacido: Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz, salido del tronco de Isaí, hará que el lobo more con el cordero y que la tierra se llene del conocimiento del Señor. Abrirá los ojos a los ciegos (Isaías 42), será la luz de todas las naciones (49) y sobre él llevará tus transgresiones. Molido por tus pecados, sobre sus espaldas vino tu salvación y por sus sangrientas llagas fuiste tú curado de tu mal. Por su dolor tu dolor puede llegar a desaparecer. Todo pecado y toda angustia la cargó el Señor sobre Él.  Pese a que los pecados del mundo son inmensos, para Él, que es Dios todopoderoso, su yugo es fácil y ligera su carga.

Tanto amó Dios al mundo que envió a su único Hijo amado a morir por ti, para que ya la muerte no tenga más dominio sobre ti. Yo hoy como el autor de Isaías 66 vengo hoy a anunciar que Dios no te ha abandonado en el sufrir. Que Cristo ha cargado todas tus penas y angustias en sus ensangrentadas espaldas. Él que es igual a Dios no se aferró a su divinidad para evitar el sufrimiento, sino que como hombre lo asumió y acudió manso y humilde de corazón al matadero más humillante para que la angustia no te destruya. En Cristo hallas el descanso para tu alma. Solo en Él.

Este es el consuelo que anuncia Isaías empleando la bella metáfora de la maternidad. Jerusalén es la esposa del Señor, esposa infiel que ha pagado por sus transgresiones con exilio, destrucción y muerte. Su esposo, el Señor Dios, pese a su desobediencia, la sigue amando, más aún si cabe. Se duele de verla así. Por ello la rescata del mal y la restaura en Cristo.  Nunca más la llamarán desamparada y, así como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo tu Dios (Isaías 62) Tú eres esa Jerusalén redimida. Tú, infiel en su día, estás integrado en esta Jerusalén amada. La nueva Jerusalén que, como se nos señala en Apocalipsis 21, descenderá del cielo como esposa ataviada para su marido. Ésta es la consumación definitiva del matrimonio entre Dios y su pueblo desobediente y sufriente.

Esta consumación, sin embargo, no es distante en el tiempo, sino que ya está entre nosotros. Recuerda las palabras de Jesús: el reino de Dios está entre vosotros (Lucas 17:21) El Reino irrumpió con Jesús y permanece entre nosotros a través del Espíritu Santo, el parakleto, el consolador. Es por medio del Espíritu Santo que Dios cumple su promesa de consolar a sus hijos como la madre amorosa consuela a su vástago. Eres instrumento de esa consolación. Y como templo del Espíritu Santo, tú también eres empleado por Dios para confortar y alentar a los hermanos necesitados. Eres parte de la Jerusalén celestial que entró a este mundo caído para reflejar la luz de Dios en la oscuridad del mal.

Cuando te sientas como hijo amado que nada teme porque Cristo cargó todos tus males en su cuerpo, clavándolos en la cruz, ten por cierto que el Espíritu Santo mora en ti y que eres fruto de una unión que jamás se romperá: la de Dios con su amada esposa, Jerusalén, su pueblo, la iglesia.

 

 

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios (2 Corintios 1:3-4)

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